domingo, 30 de agosto de 2009

Respiro. Es algo involuntario. Mi diafrágma sube y baja creando un vacío por el que mis pulmones se inchan. Es un mecanismo lineal, simple e hipnótico. No ejerzo control sobre él, no me pertenece. Es mi cuerpo quien marca el ritmo, la cadencia interminable de inspiraciones y expiraciones. No me gusta.

Estoy tumbado sobre la cama. Suspiro. Interrumpo el ciclo. Vacío del todo mi tórax, intentando eliminar hasta la última partícula de aire.

He tomado las riendas. Contengo el aliento. Es importante que sea yo quien decida cuando reanudo el movimiento. Necesito una parcela de poder en mi propio cuerpo, así que me resisto a satisfacer sus demandas.

Mis sistemas de alerta se encienden. Mis pulmones reclaman aire. Mis músculos se tensan y las venas del cuello aumentan de tamaño. Lo ignoro. Soy el que manda. La mente sobre el cuerpo, la mente bajo el alma, y allí, en el sumum del control Yo como déspota controlador de mi agonía.

Han pasado diez segundos. Decido inhalar. El aire viciado de la habitación recorre de nuevo mi tráquea y llega a mis pulmones. El cuerpo se relaja. La consciencia del propio ser decae. Vuelvo a ser esclavo.

A veces siento que mi cuerpo es como una especie de aparato que funciona a control remoto. Me siento muy lejos de él, flotando en el vacío a miles de metros sobre la realidad.

Lo utilizo. Le permito comer, dormir, relajarse, moverse... Es mi marioneta particular, yo lo domino, él obedece. Me siento dueño de su destino.

Es sólo cuando me hago consciente de mi respiración cuando caigo en que soy yo quien le pertenece. Como ya he dicho, no me gusta.