martes, 7 de febrero de 2012

Cosmogonía parte I


En vista de que tengo este blog bastante olvidado he decidido emplearlo para colgar un pequeño relato que estoy escribiendo... Espero que lo disfrutéis. Espero vuestros comentarios ;)

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Existe un lugar en mi mente en el que siempre encuentro la paz. Me refiero a un lugar físico, siempre y cuando tomemos como físico un paisaje construído en mi imaginación. En ese lugar habito yo, como personaje ficticio inventado por mí, y ese yo que habita mi mundo físico-imaginario siempre está tranquilo.

El planeta que he construído es más bien pequeño y plano, como una maqueta de la cosmogonía bíblica, y se divide en tres partes muy diferentes cuyas funciones difieren tanto como su aspecto.

Al sur se extiende una gran masa de hielo, una suerte de estepa ártica que copa la mayor parte de la zona austral del mapa y que a pesar de carecer de vida es hermosa.
 En el centro de la masa helada existe un jardín sólo de rosales con rosas blancas y rojas que ocupa una gran parte del terreno.
Lo interesante del lugar es que todas las plantas están congeladas, cubiertas por una capa de hielo que las mantiene siempre vivas bajo la apariencia estéril y oganizada del cristal.

Me gusta pasear entre ellas. Me refiero a que a mi yo ficticio creado por mi yo real le gusta pasear por su jardín helado. Todo está nevado y él/yo va descalzo, pero no importa porque jamás pasa frío. Simplemente siente una suerte de melancolía tranquila, plácida e incluso podría afirmar que agradable.
Las formas de las rosas, el silencio, el cielo gris distorsionando la luz y coloreándola de tonos reflexivos, la melancolía, la soledad…

Al norte, entre el abismo de mi Finis Terrae y el mar boreal se extiende la zona oscura. El nombre no es original, pero si descriptivo. Mi yo ficticio nunca se acerca y el real, a pesar de ser narrador omnisciente de las maravillas de su mundo inventado, procura no ahondar en los misterios de la creación, no vaya a ser que se descubra a sí mismo naufragando en las profundidades del abismo que ha excavado.
Por zanjar esta somera descripción de la zona oscura, puedo decir que mi yo ficticio la mira con desconfianza y mi yo real con pavor. Saquen otros las conclusiones que la sinergia de mis yoes es incapaz de alcanzar.

Por último, en el centro mismo de esta creación se alza la isla. Se trata de un peñasco rocoso con una pequeña montaña cuya falda lateral fue hace tiempo sustituída por un barranco que resiste con la solidez de la piedra caliza el embate de las olas.
Toda la isla, a excepción de la cumbre del peñasco, está cubierta por un manto vegetal en el que destacan los robles, las flores silvestres y una curiosa y creciente población de mariposas multicolor cuyo método de camuflaje se basa en posarse sobre briznas de hierba para fingir ser pétalos de una flor animada.
La isla es el lugar favorito de mi yo imaginario. Siguiendo la vereda que desciende desde la cumbre se llega a su residencia habitual, una suerte de partenón cuya parte posterior termina en unas escaleras que se sumergen en la quietud de un lago de aguas cristalinas desde el que puedo contemplar las puestas de sol más maravillosas que consigo imaginar.
Por supuesto y como todo mundo real o imaginario no fue siempre como lo describo.
 En un comienzo las tres cuartas partes de mi planeta plano estaban ocupadas por el continente helado que no era austral sino central, y las sombras de la zona oscura cubrían todo el cielo de mi pequeño cuerpo celeste.

Por ende mi yo ficticio era más joven y por circunstancias que no vienen al caso vivía bastante asustado de sí mismo en ese mundo desolado y desolador.
No había aprendido a disfrutar del silencio, de la soledad o de las rosas heladas porque todavía no había podido crearlas.
Atemorizado, viajando de forma errática por aquel mundo glaciar, sin rumbo ni objetivo, cansado y hastiado de algo que creía tan eterno e inmutable como el tiempo temí por su existencia y mi cordura durante años hasta que un día descubrimos algo increíble.

El invierno en mi mente estaba siendo especialmente crudo aquel año, creo recordar que declinaba el tercer lustro de mi nacimiento.  Mi yo real se había encerrado en el cuarto de baño a llorar, y el ficticio lloraba las lágrimas de su creador bajo una ventisca cruel y lacerante.
Fue entonces cuando por primera vez mi yo ficticio creó algo en mi yo real. Se trataba de rabia, una rabia que nacía del dolor, una rabia tan profunda que se conmovía de sí misma. Esa rabia, esa emoción abrasadora obró el milagro, su primer descubrimiento y mi primer arma: el fuego.