viernes, 8 de enero de 2010

El sol no acababa de asomar entre las montañas, bañando con un manto de fuego iridiscente los vidrios de las enormes ventanas de un edificio de oficinas.
Desde el balcón se podía observar el lento despertar de la ciudad, que, insegura, salía de su sueño para entregarse a la borágine de un día laborable más.

Julian observaba las nubes, poco tiempo antes ocultas por el manto de oscuridad, que ahora se pelfilaban algodonosas y cenicientas en el firmamento mientras cargaban la atmósfera de humedad y silencio. En una esquina de su campo de visión podía verse todavía un luna gris que se desvanecía en el cielo otoñal y, en un árbol de la avenida, un mirlo cantaba ya con su aflautada voz de tenor.

Julián estaba solo en el balcón. Tenía un poco de frío porque su pijama y sus zapatillas poco podían protegerlo de un día de diciembre en aquella urbe norteña. Le daba igual.
Sus pupilas, orladas por un iris de un azul intensísimo, lloraban ante la laceración del viento siberiano que ahora, lejos del aparato de televisor que avisaba de su visita, parecía menos amenazante.

Se cruzó de brazos y respiró profundamente. Una gélida caricia polar arañó sus pulmones.
Allí estaba por fin, contemplando el amanecer. Atrás quedaban las horas de inquieto insomnio en las que sus pensamientos lo habían acosado hasta dejarlo exahusto.

Era el momento perfecto.

Se acercó hasta gran puerta corredera que separaba el salón de aquel pequeño espacio al aire libre, cogió impulso y dió con celeridad los dos o tres pasos que lo separaban de la barandilla. Con su mano derecha asió la parte superior de la misma y con todas sus fuerzas impulsó su cuerpo hacia el vacío.

Los segundos siguientes provocaron en él una liberación masiva de adrenalina. Sonrió. La sensación de triunfo y liberación era tal como había pensado.

Tras un eterno instante golpeó el suelo con toda la rudeza que esperaba. Diez pisos de caída eran más que suficientes para destrozar aquel cuerpo que apenas había superado la adolescencia. Después la nada se cernió sobre su consciencia.

El mirlo calló un instante. Después la vida continuó su curso.