En vista de que tengo este blog bastante olvidado he decidido emplearlo para colgar un pequeño relato que estoy escribiendo... Espero que lo disfrutéis. Espero vuestros comentarios ;)
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Existe un lugar en mi mente en el que siempre encuentro
la paz. Me refiero a un lugar físico, siempre y cuando tomemos como físico un
paisaje construído en mi imaginación. En ese lugar habito yo, como personaje
ficticio inventado por mí, y ese yo que habita mi mundo físico-imaginario
siempre está tranquilo.
El planeta que he construído es más bien pequeño y plano,
como una maqueta de la cosmogonía bíblica, y se divide en tres partes muy
diferentes cuyas funciones difieren tanto como su aspecto.
Al sur se extiende una gran masa de hielo, una suerte de
estepa ártica que copa la mayor parte de la zona austral del mapa y que a pesar
de carecer de vida es hermosa.
En el centro de la
masa helada existe un jardín sólo de rosales con rosas blancas y rojas que
ocupa una gran parte del terreno.
Lo interesante del lugar es que todas las plantas están
congeladas, cubiertas por una capa de hielo que las mantiene siempre vivas bajo
la apariencia estéril y oganizada del cristal.
Me gusta pasear entre ellas. Me refiero a que a mi yo
ficticio creado por mi yo real le gusta pasear por su jardín helado. Todo está
nevado y él/yo va descalzo, pero no importa porque jamás pasa frío. Simplemente
siente una suerte de melancolía tranquila, plácida e incluso podría afirmar que
agradable.
Las formas de las rosas, el silencio, el cielo gris
distorsionando la luz y coloreándola de tonos reflexivos, la melancolía, la
soledad…
Al norte, entre el abismo de mi Finis Terrae y el mar
boreal se extiende la zona oscura. El nombre no es original, pero si
descriptivo. Mi yo ficticio nunca se acerca y el real, a pesar de ser narrador
omnisciente de las maravillas de su mundo inventado, procura no ahondar en los
misterios de la creación, no vaya a ser que se descubra a sí mismo naufragando
en las profundidades del abismo que ha excavado.
Por zanjar esta somera descripción de la zona oscura,
puedo decir que mi yo ficticio la mira con desconfianza y mi yo real con pavor.
Saquen otros las conclusiones que la sinergia de mis yoes es incapaz de
alcanzar.
Por último, en el centro mismo de esta creación se alza
la isla. Se trata de un peñasco rocoso con una pequeña montaña cuya falda
lateral fue hace tiempo sustituída por un barranco que resiste con la solidez
de la piedra caliza el embate de las olas.
Toda la isla, a excepción de la cumbre del peñasco, está
cubierta por un manto vegetal en el que destacan los robles, las flores
silvestres y una curiosa y creciente población de mariposas multicolor cuyo
método de camuflaje se basa en posarse sobre briznas de hierba para fingir ser
pétalos de una flor animada.
La isla es el lugar favorito de mi yo imaginario.
Siguiendo la vereda que desciende desde la cumbre se llega a su residencia
habitual, una suerte de partenón cuya parte posterior termina en unas escaleras
que se sumergen en la quietud de un lago de aguas cristalinas desde el que
puedo contemplar las puestas de sol más maravillosas que consigo imaginar.
Por supuesto y como todo mundo real o imaginario no fue
siempre como lo describo.
En un comienzo las
tres cuartas partes de mi planeta plano estaban ocupadas por el continente
helado que no era austral sino central, y las sombras de la zona oscura cubrían
todo el cielo de mi pequeño cuerpo celeste.
Por ende mi yo ficticio era más joven y por
circunstancias que no vienen al caso vivía bastante asustado de sí mismo en ese
mundo desolado y desolador.
No había aprendido a disfrutar del silencio, de la
soledad o de las rosas heladas porque todavía no había podido crearlas.
Atemorizado, viajando de forma errática por aquel mundo
glaciar, sin rumbo ni objetivo, cansado y hastiado de algo que creía tan eterno
e inmutable como el tiempo temí por su existencia y mi cordura durante años
hasta que un día descubrimos algo increíble.
El invierno en mi mente estaba siendo especialmente crudo
aquel año, creo recordar que declinaba el tercer lustro de mi nacimiento. Mi yo real se había encerrado en el cuarto de
baño a llorar, y el ficticio lloraba las lágrimas de su creador bajo una
ventisca cruel y lacerante.
Fue entonces cuando por primera vez mi yo ficticio creó
algo en mi yo real. Se trataba de rabia, una rabia que nacía del dolor, una
rabia tan profunda que se conmovía de sí misma. Esa rabia, esa emoción
abrasadora obró el milagro, su primer descubrimiento y mi primer arma: el
fuego.